El auge de los teléfonos inteligentes creó segmentos en la economía, alteró la forma como se diseña y se distribuye software y ha moldeado el desarrollo de internet.
Si los rumores resultan ciertos, Apple lanzaría un nuevo iPhone este martes, entre otros dispositivos.
Aunque por estos días el tema pareciera un elemento más en el vasto paisaje de las noticias, y de las noticias de tecnología, éste no deja de tener una cierta dimensión histórica: son 10 años desde que la primera generación del teléfono fue introducida al mercado y en esta década Apple se ha posicionado como la compañía más rentable del mundo y su celular terminó por inaugurar, de cierta forma, el paradigma de la computación móvil.
Sí, ya había celulares, y celulares inteligentes (una medida que aquí puede circunscribirse a la posibilidad de consultar internet, principalmente). Pero en 2007, cuando Steve Jobs anunció la primera generación de iPhone, prácticamente no existía un ecosistema de aplicaciones y desarrolladores, la red seguía siendo una experiencia en su mayoría anclada a un escritorio y la interacción con un teléfono era mediada por una docena de botones físicos.
En aquel primer anuncio, Jobs dijo, pleno de entusiasmo y grandilocuencia, “vamos a redefinir lo que significa el teléfono”. “¿En serio? Lindo el aparato y todo, pero nada de reinventar el teléfono”, me comentó un amigo mientras hablábamos sobre el evento un par de días después del lanzamiento.
De cierta forma, ambos podrían tener razón: un teléfono sigue siendo un aparato de comunicación de voz, pero un iPhone, o un teléfono inteligente, es tanto más que un teléfono. Ahora, lo que Apple hizo en ese momento no fue tanto rediseñar un dispositivo, sino inventar un segmento de mercado en tecnología y, con éste, toda una economía.
Hasta ese momento, la forma de diseño y distribución del software estaba más del lado de empresas como Oracle o Microsoft, por ejemplo, con grandes productos pensados para empresas o usuarios de casa.
Y aunque las grandes compañías de software siguen existiendo y esta oferta se sigue manteniendo, las tiendas de aplicaciones multiplicaron drásticamente las posibilidades creativas de lo que se puede hacer en programación: no sólo sistemas operativos y soluciones para manejo de bases de datos, sino productos que ayuden a regular el sueño de un usuario o conviertan el teléfono en un kit de batería. Muchas veces gratis, aunque en otras ocasiones por un módico precio.
App Store, la tienda de aplicaciones de Apple, entró en servicio en 2008 con 500 apps. Hoy existen más de dos millones en ella y Google Play, su contraparte para Android, agrupa casi tres millones y medio.
Al combinar los ingresos de ambos sitios se tiene que, sólo en el primer trimestre de este año,
desarrolladores en todo el mundo generaron US$10.500 millones. Este es dinero que no existiría sin la economía que corre paralela al iPhone y, en general, a los teléfonos inteligentes.
Curiosamente, otro de los efectos colaterales de la introducción del iPhone fue el fortalecimiento de toda la industria de telefonía móvil. Bueno, casi toda. Blackberry y Nokia son dos referencias ampliamente estudiadas al hablar de cómo se puede perder dominancia de mercado. Más allá de estas compañías, la era de la computación móvil y del teléfono inteligente ha alimentado el crecimiento de empresas como Samsung (el mayor fabricante de estos dispositivos en el mundo) y Huawei; estos son los otros dos grandes jugadores de este sector.
Para 2018, algunos análisis señalan que Samsung puede vender más de 400 millones de teléfonos a nivel global, mientras que Apple se acercará a los 250 millones y Huawei a los 200.
La lucha es dura por una razón obvia: éste es el segmento de tecnología que más ha crecido en 10 años, en demanda, producción y posibilidades futuras. Hoy en día, hablar de tecnología suele ser un sinónimo casi exclusivo de teléfonos inteligentes. El lugar prominente del computador y los televisores en esta discusión hoy lo tienen los celulares. Y esta fijación tiene efectos inmediatos en el mercado.
Por ejemplo, un año antes del lanzamiento del iPhone (2006), los ingresos de Apple eran de US$19.000 millones y 40 % de esta cifra descansaba sobre el iPod, el reproductor musical de la marca, y 38 % correspondía a la línea de Mac.
Para 2016, los ingresos de la empresa fueron de US$216.000 millones y 63 % de éstos fueron aportados por las ventas de iPhone que, por cierto, sufrieron su primera caída el año pasado. La línea de Mac puso 11 % de los ingresos y el iPod es un producto casi nostálgico y acaso inútil para los usuarios de música por streaming.
La introducción del primer iPhone, y de varias versiones después de ésta, generó una suerte de frenesí en los consumidores que, francamente, resulta algo irracional y hasta irrisorio. Filas de personas alrededor de las tiendas de Apple. Compradores que acamparon desde la noche anterior no para conseguir primero comida o refugio, sino un dispositivo que se ha vendido más de 1.200 millones de veces en todo el mundo.
Steven Levy, veterano periodista de tecnología, fue una de las primeras cuatro personas en probar el teléfono y resume un poco toda la escena, con el desbordante entusiasmo colectivo, al recordar que una revista apodó el iPhone como “el teléfono Jesús”, pues “era un repositorio de todas nuestras esperanzas y sueños”.
En su libro Always on, Brian Chen, quien ha escrito acerca de Apple para medios como The New York Times y Wired, agumenta que “con el iPhone y la App Store, Apple abrió la puerta para lo que llamo el futuro del todo-cuando sea-en donde sea. Esto tiene grandes implicaciones. Si tenemos acceso a datos en todo lado, la forma como aprendemos, ejercemos la medicina, combatimos el crimen, reportamos las noticias y hacemos negocios se va a transformar”. Esto fue en 2012.
Y, en efecto, lo hizo. Para bien, en ciertos puntos, y en otros no tanto.
El poder omnipresente del celular no sólo interrumpe comidas y momentos íntimos o le roba la atención a adolescentes y adultos recién llegados a Facebook, sino que ha redefinido lo que esperamos de la tecnología. Un poco en la línea del “teléfono Jesús”, estos dispositivos son una suerte de vehículo para nuestras esperanzas acerca de lo que la innovación en varias industrias significa para un usuario, como la posibilidad de obtener un trabajo nuevo en la economía por demanda, por ejemplo.
Pero esto también implica que las lógicas que acompañan el auge de los teléfonos inteligentes se volvieron permanentes para millones de usuarios. O sea, la conveniencia de unas cuantas corporaciones son la norma global. Por ejemplo, solemos quejarnos de lo poco que parecen durar los celulares modernos, aunque prácticamente todos aceptamos que la obsolescencia programada es parte común de nuestras vidas. Cada cierto tiempo, unos dos o tres años, vale la pena ir pensando en cambiar de celular. No porque haya dejado de funcionar, sino porque el avance en sistemas operativos y aplicaciones le permite operar como un pisapapeles muy caro en poco tiempo. Eso no pasaba antes, o al menos no en la escala de los teléfonos inteligentes.
El escenario del todo se puede en cualquier momento también abrió la puerta a la posibilidad de esperar cualquier cosa de la tecnología. Una app que diga cuál es el mejor precio para una cerveza durante el happy hour en París puede conquistar cientos o miles de usuarios un viernes en la tarde/noche. Listo. Pero la idea de que todo se puede lograr a través de un celular produce un estado de tecnología en el que, parafraseando a un famoso desarrollador, “hoy esperamos que una industria de billones de dólares se dedique a solucionar lo que mi mamá solía hacer por mí”.
En su libro, Chen se hacía varias preguntas que ahora, 10 años despuésdel primer iPhone, el dispositivo que hizo despegar una era en tecnología y en economía digital, siguen siendo válidas y acaso más relevantes: “Lo que hacen estos dispositivos hoy es bastante obvio. La pregunta más fascinante es: De cara al futuro, ¿qué significa todo esto? ¿Cómo cambiará la sociedad con este fenómeno? (…) Y quizá más importante aún, ¿como individuos cómo nos está moldeando esta revolución?”.
Fuente: Elespectador.com